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Por Cecilia Ramírez

Yo no soy escritora, de una vez lo voy aclarando, soy apenas una aspirante
y aprendiz (bastante lenta, por cierto), del duro trabajo de las letras; tampoco vivo de ellas (gracias al cielo). Sin embargo, tuve la fortuna de no dejarme llevar por millones de críticas por la carrera de mi elección: Lengua y literatura. «Que si te vas a morir de hambre», «que si eso pa’ qué sirve», «que vas a terminar de maestra» (en peyorativo, no tengo idea de porqué es tan malo el fascinante mundo de la docencia) y un largo etcétera.

Llegué a mis primeros semestres y, desde el momento uno, se fue menguando el entusiasmo de los novatos emocionados: «aquí no enseñamos a ser escritores» es una de las consignas recurrentes de los profesores, no obstante, cabe mencionar que el 99% de los maestros, en el 99.9% de sus clases, evalúan con un ensayo y ¡ay de ti!, donde cometas un error dentro del periodo (dígase de la estructura de una frase). Pero ellos insisten en que de esa facultad no saldrá nadie sabiendo escribir correctamente (casi, casi, ¡sobre su cadáver!).

Esos fueron mis inicios ―aclaro―, los contras de la vida: 2, Cecilia aferrada: 0.

Desde niña escribía, lo recuerdo bien, pero me daba vergüenza inmensa (un poco aún) que alguien viera lo que plasmaba; solo hasta la adolescencia y primera juventud fue cuando, de vez en vez, algún muso aparecía en mi camino, le entregaba cartas de amor y esas eran las únicas oportunidades que me daba a mí misma de exteriorizar lo que pensaba y, sobre todo, lo que sentía. Porque aquí hay otra aclaración: expresar lo que sientes siempre ha tenido una gran marca roja en forma de tache, es un tabú sentir y, peor aún, exteriorizarlo, porque te hace débil, te hace vulnerable y eso es muy, muy malo. Nueva aclaración: a estas alturas de mi vida, eso, poco o nada me interesa: soy vulnerable a sentir y a desmoronarme, y a que me desmoronen, y está bien, está perfecto.

Luego, las críticas cambiaron: «que no escribas de tal o cual tema porque en realidad no
sabes», «que si tus textos son demasiado rosas», «que por escritos como los tuyos a las mujeres no se nos toma en serio», «que quítale, ponle, súbele, bájale», «¡deja de escribir!».

Hace poco, una chica transparente en todo su ser, sonriente me dijo que había leído uno de mis escritos y le había gustado. Su sonrisa lo fue todo. Mi cuñada, una gran mujer de ciencia, es mi lectora asidua y, sin falta, cada semana me regala las mejores palabras de apoyo. Mi compañera de trabajo inteligente y feminista hasta la médula me ha felicitado. Primas, amigas, conocidos (incluyo a hombres, ¡claro que sí!) me han dado el empujón inspirador para seguir escribiendo y seguir aprendiendo. Así que, a todos ellos, que me impulsan y me animan, y también a aquellos detractores: ¡Gracias!

Y a ti que ocupas la escritura como terapia de desahogo, que te valga dos rábanos las críticas, mientras logres el objetivo de sentirte bien contigo misma o mismo, no dejes de hacerlo; y, si de paso lograste atrapar a tus lectores, que se identificaran, les hiciste pasar un buen momento, les provocaste una sonrisa, una reflexión o un algo, continúa, a pesar de todo.