Foto: latinol.com

Por Cecilia Ramírez

Hay veces que la vida te pone a las personas menos esperadas justo en frente del camino. Así sucedió con Omar; un día estaba navegando por las aguas pasivas del internet y ¡pum! Ahí estaba él, con su larga y rizada cabellera. No recuerdo muy bien cómo, pero empezamos a tener conversaciones creativas e interesantes.

La primera vez que nos vimos, fue un viernes, pasaba de la media noche y llegó a una fiesta de mis vecinos a la que yo lo había invitado; con tacones y labios carmín casi desvanecido por el paso de los tragos, salí por él. Las primeras palabras que eufóricamente me dirigió: «hey, qué bien que sí te pareces a la de las fotos», a lo que yo respondí: «¿Gracias?». Era un tipo con una personalidad bastante atractiva, pero era alguien con el que mis amigos nunca esperaron verme, él era delgado delgado, de tez blanca, facciones finas, nariz respingada, amable, sonriente… ¡vaya!, parece que describo al hombre físicamente perfecto, pero como Cecilia tiene gustos torpes, del tipo: narices anchas, panzones, groseros, patanes hasta el tuétano… Pues mis amigos quedaron un poco anonadados y yo encantada.

La vieja costumbre ―de primos y amigos― mandaba acosar al pobre y buen hombre recién llegado: «¿quién eres?», «¿a qué te dedicas?», «tómate una con nosotros», «tómate otra», «te toca ir por el cartón». Desde el otro extremo de la fiesta y rodeada de chicas con las que fingía tener afines, yo lo volteaba a ver y le daba la sonrisa más genuina que emanaba de mis labios; pasó la tortura inicial, sin que yo pudiera rescatarlo ―cabe destacar que más de una vez lo intenté, pero parecía que solo lo empeoraba― y en un rincón del lugar nos encontramos comenzamos a charlar. Dieron las seis de la mañana y parecía que el tiempo no transcurría, entre risas y salud, tuve un momento favorito de la vida y no quería que terminara. Regañé muy duro a mis ojos que cada vez se hacían más pequeños, le exigí a todo mi cuerpo que me diera unos minutos más con aquel caballero, pero no, terminé sucumbiendo ante el cansancio y decidí que era hora de ir a dormir.

Errante mi paso lento a casa, por si mi cuerpo me daba una segunda oportunidad de regresar a la fiesta infinita y volver a ver y hablar con Omar. En esas reprimendas a mi cuerpo estaba, cuando escuché una música insólita que de primera me asustó. Luego comencé a ubicar la canción: «Bésame mucho», pero qué chica tan afortunada a la que le trajeron serenata, pensé. Mientras seguía caminando, la música iba aumentando de volumen, entonces, lo primero que cavilé fue que me daría mucha pena pasar por donde se desarrollaba tremenda escena de amor, luego ―por las tonadas cada vez más cercanas― me percaté que la afortunada chica tendría que ser de mi edificio y, con mi llegada desfachatada, arruinaría el momento a los enamorados. No había marcha atrás, estaba a unos pasos de llegar a casa, «lo siento vecinos, la loca del 302 saldrá en sus fotos enamoradas».

Esos pensamientos iban pasando por mi cabeza, mientras los acordes continuaban y el volumen aumentaba, alcé la mirada con llaves en mano y ―para mi sorpresa― era Omar que había llegado antes que yo a la entrada de mi edificio, ayudado por mis amigos. Era él el que con su violín ―y aquella melena exótica moviéndose al ritmo― tocaba mientras yo ensayaba la letra en mi cabeza: «bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez, que tengo miedo a perderte, perderte después…».

A Omar no lo veo más y nuestros lazos se limitan hoy a un par de likes en alguna red social, pero esa noche, esas notas y esos acordes en el violín, no tengo miedo a perderlos, porque hasta el final de los días los recordaré y a él parado frente a mí, apasionado por el violín.

Lo de los gatos se remonta a las videollamadas que llegamos a tener Omar, yo y Plátano, su gato.