Historias de horror del México contemporáneo
¡Me voy a morir!

La plaza del ajolote

Historias de horror del México contemporáneo

Cerca de las 12 de la mañana de un sábado cualquiera, tres balazos silenciaron el bullicio cotidiano de un tianguis del municipio de Nezahualcóyotl, el blanco fue Julio César, un comerciante que se disponía a iniciar con la vendimia de blusas para mujer y quien, en sus últimos minutos, sentía acercarse a la muerte.

—¡Me voy a morir!— le susurraba a una joven que, con mano temblorosa, intentaba detener la sangre que le emanaba del cuello, donde una de las balas penetró. «No va a pasar nada, ya mero llega la ambulancia», palabras que la mujer utilizó para intentar calmarlo y las últimas que la víctima escuchó en su corta vida.

Los testigos del lugar identificaron al agresor como un hombre calvo, con chamarra gris y pantalón de mezclilla, quien «llegó directo y le dio tres balazos, dos en el pecho y uno en la cabeza».

Las últimas palabras del cuerpo —ahí tirado, a punto de morir— recuerdan a las súplicas de Juvencio Nava a su hijo: «¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles», en ese México postrevolucionario que Juan Rulfo retrató en su cuento, donde la justicia se hacía a mano propia y morir dolía lo mismo que ahora.

De eso saben los mexiquenses, quienes habitan el estado con el segundo lugar nacional (cifras del mes de enero) en número de homicidios dolosos, con 262 casos, solo debajo de Guanajuato (293 homicidios), lo que denota el incremento de la violencia, pues, durante el mes de diciembre, el Edomex ocupaba el cuarto puesto, arriba de ellos estaban también Baja California y Jalisco.

En el relato de Rulfo, la justicia social está representada por el actuar de Juvencio, quien pide el libre acceso de su ganado a los potreros de Don Lupe, éste último, harto y dueño de sus tierras, negó el alimento a los animales y culminó por matar a uno de ellos, era su derecho (pensaba) y Juvencio creía que el suyo era vengarse.

A falta de una autoridad que establezca y haga valer las normas de convivencia entre la sociedad, son ellos mismos quienes deciden tomar el control: ajusticiamientos, peleas y enfrentamientos son constantes entonces, entre una población que decide tener la razón y hará lo que considere necesario para hacerse respetar.

Los rumores tras el asesinato de Julio César corrieron al compás de su sangre por el frío asfalto: «Era narco, vendía droga, seguro andaba en malos pasos, ya lo andaban buscando, pobre chavo», fueron solo algunas de las teorías, tal vez alguna acertada, quizá todas o ninguna. Lo cierto es que la muerte alcanzó al joven minutos antes de que la ambulancia hiciera su aparición estelar.

—Háblame, no te duermas, ¿cómo te llamas?—, decía la joven, mientras sus manos, ya rojas completamente, oprimían con más fuerza su cuello y los testigos (los que no corrieron) rodeaban, aún temerosos, a la víctima. «¡Me voy a morir! ¡Me voy a morir!…».

Juvencio mató a Don Lupe «a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago», pero pedía clemencia, pues su muerte también estaba cerca, la muerte que siempre llega, más a un «cuerpo viejo que ha pasado cosa de cuarenta años escondido como apestado».

Él (Juvencio) se pasó muchos años huyendo de la justicia y del castigo, aterrado por la muerte, viviendo una vida que ya era más de sus perseguidores que de él mismo; mientras nosotros (los mexiquenses) nos preguntamos por qué murió Julio César, quienes fueron sus perseguidores y cuáles son los miedos de los miles y miles de asesinatos en una región donde impera la impunidad y la justicia espera a ser llamada.

Luego de la agresión, varios locatarios bajaron los rostros, temerosos por encontrarse con los ojos del asesino, buscando rutas de escape ante un segundo ataque, preguntándose qué pasaba, por qué una vez más ahí, en tierra de nadie y de todos. Cuando la policía apareció, cercaron el lugar con unas cintas amarillas que llaman más a la curiosidad que al respeto y todo continuó en «paz», con la misma paz que sucede a la muerte y un olor a sangre que se respira en todo el estado.

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