Foto: borderperiodismo.com

Por: Tlazoltéotl R.

¿Les ha pasado que tienen crisis de edad?, en realidad no hay un límite o un cumpleaños específico para sentirla, o bueno, eso creo, porque he visto cómo algunas personas llegan a la histeria antes de los 24, otras que se casan a los 22 porque sienten que ya se les fue el tren, y, por el contrario, también soy testigo de cómo individuos, rozando los 40, continúan viéndose y sintiéndose de 20 ―yo no sé qué clase de pacto con el diablo hicieron―, no todos, cabe aclarar, porque de plano hay otros cuarentones a los que la vida no los quiere ni tantito y que parece que todos los ritmos quedan cool con pasos del bule bule de los sesenta.

Yo he tenido más de una crisis de edad, sin embargo, la más fuerte y que he visto con mayor frecuencia es la bellaca crisis de los 30 ―incluso, ya la podía sentir desde los 28―. Bueno, esta jugarreta de la vida se desató en mi cabeza y me hizo crear artimañas mentales con el único objetivo de demorar la edad, ¿cómo lo lograría?, al parecer la respuesta era muy obvia: absorbiendo la juventud de alguien más… ¡claro! Ahora entendía por qué a mis 19 había tenido un novio maravilloso de 30 (por cierto, saludos al cacas). Lo complicado en ese punto era saber dónde coincidir con chicos más jóvenes, ¿bares de pubertos?, ¿universidades?, ¿friki plaza?, jajaja no es cierto, allí sólo hay adultos divirtiéndose como niños. La verdad, al poco tiempo olvidé la situación y seguí mi rutina de longeva.

En el trabajo iba a tener unos días libres y decidí ir a visitar a mi compañera guerrera de viajes y aventuras que estaba viviendo en San Miguel de Allende; con mochila improvisada en mano, llegué a la central de autobuses, compré mi boleto y me dispuse a pasar las siguientes horas creando fantasías maravillosas, como se suele hacer en las carreteras parsimoniosas. Llegué a mi destino adormilada y más desgreñada que de costumbre, en seguida vi a mi amiga a unos pasos y, de no haber sido por mi poca habilidad deportiva, seguro hubiera corrido a abrazarla, pero sólo atiné a sonreír y a ser feliz mientras me acercaba lenta y torpe hacia ella.

En un viaje en transporte público de alrededor de 20 minutos, llegamos a donde ella me daría un techo, una cama y una ducha donde hacer lo mío; no descansamos ni 10 minutos cuando decidimos ir a una feria en el siguiente poblado: Dolores Hidalgo. Por fortuna, habíamos coincidido con el aniversario luctuoso de un ícono de la música mexicana: José Alfredo Jiménez y la fiesta prometía callejoneadas, visitas a las cantinas concurridas por el músico ranchero, y, por supuesto, una noche etílica al puro estilo del autor de «El rey», además de variados y folclóricos paisajes, alimentos y bebidas. Llegamos a Dolores cuando las lámparas ya iluminaban las calles empedradas del lugar, bajamos del autobús desorientadas y encamorradas, arribamos al pintoresco centro del poblado y la celebración ya comenzaba, había un par de pasillos ofreciendo la gastronomía local, mariachis que ya empezaban a entonar las canciones del festejado, gente alegre que seguía la música, mi amiga y yo.

La noche comenzó cuando compramos una botella de mezcal ofrecida en uno de los pasillos gastronómicos, nos fuimos detrás de los músicos con nuestro envase dentro de una bolsa de papel color café —al puro estilo vagabundo, el más desdeñado, pero mejor disfrutado—, hicimos la primera parada, era ley tomarse un tequila, lo hicimos; en contra esquina, estaba otra cantina que había sido concurrida por José Alfredo, también era imperante pedir un trago en honor al Hijo del pueblo; fue desde ahí cuando un grupo de jóvenes —que apenas alcanzaban los veinte— nos hicieron compañía el resto de la callejoneada, hasta que el mariachi se tomó un descanso y los integrantes del grupo recién armado nos dirigimos al centro de la plaza, allí nos dedicamos a ver el espectáculo dancístico, a conversar y a beber, al poco tiempo, un grupo de señoras se nos acercó y luego de que la «líder» pidiera la aprobación de Victoria y mía para poder interactuar con los jóvenes aquellos, nosotras, naturalmente les dimos la bienvenida pues creemos fielmente en «entre más, mejor», sin embargo, la señora comenzó a «intensear» y mi amiga y yo sutilmente salimos huyendo.

Sin rumbo íbamos cuando nos encontramos a otros mariachis, así que hicimos lo propio, y un nuevo grupo de jóvenes de edades más variadas se nos unió, ahí, a un niño de 21 aparentemente esta señora de casi 30 años le pareció atractiva y se deshizo en atenciones para conmigo. Yo dejé de pensar en mi pareja de aquel entonces y sucumbí a los encantos del nene. Porque muchas veces el amor y el compromiso no se demuestran con fidelidad, sino en qué tanto piensas en tal persona durante la infidelidad… ¿demasiado cinismo? Yo diría demasiado Ibargüengoitia. Y así, luego de una desenfrenada noche de fiesta a la José Alfredo Jiménez nos enamoramos y desenamoramos, y cuando la luz inherente del sol descubría nuestras marcadas ojeras, ojos rojos y hedor etílico yo ya había rejuvenecido.

Y así vivo, sin peso en la conciencia, sin arrepentimiento alguno porque fui feliz con el niño (que dicho sea de paso era piloto aviador), porque fui feliz con mi pareja, porque fue felicidad mutua, compartida y fui testigo y protagonista de amores distintos que alimentaron y rejuvenecieron mi alma, mi cuerpo y mi espíritu. Y de eso se trata, de vivir, de sentir, de coleccionar fragmentos de felicidad.

¡Ay Ibargüengoitia qué me has hecho!