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Por Cecilia Ramírez

Lo conocí el 14 de febrero de 2016. Resulta irónico que tengas la primera cita a cuasi ciegas justo en esa fecha, pero, al parecer, a la vida le gusta gastar sus bromas más ingeniosas en mí.

Antes de encontrarnos cara a cara, Liv y yo habíamos conversado tan solo un par de días, a mí me habían encantado sus fotografías, él lucía muy similar a uno de los protagonistas de un reality show que odiaba, pero ―debo admitir― que no podía dejar de ver; una de las frases de su perfil que me atrapó fue algo así como «rara vez en la vida digo la palabra no», eso y sus fotos en plena montaña, desierto y playa, me hicieron pensar de inmediato que era el típico chico de alma salvaje y rebelde, justo lo que necesitaba en esos momentos de monotonía, costumbre e inseguridades a flor de piel.

Una noche antes de nuestra cita, yo estaba con un par de amigas, contándoles lo emocionada y aterrada que estaba por esta nueva aventura (imagínense qué tan aburrida era mi vida, que una cita era mi máximo de emoción) y pidiendo consejos, de cómo debía comportarme, cómo debía vestirme; o sea, sí había salido con chicos anteriormente, pero era porque ya eran mis conocidos, ¡pues!, o eran amigos de amigos, amigos de primos, vecinos o compañeros de la escuela y, además, las citas con ellos habían sido espontáneas, ni siquiera me percataba de que eran citas, sino hasta que llevábamos tal vez un par de meses y las señales ya eran ineludibles.

La situación iba funcionando con normalidad, pero claro, algo tenía que salir mal para poner mi estrés al límite: mi celular se descompuso justo en la mañana de la cita, así que me puse una sudadera, corrí a la tienda departamental más cercana y adquirí un teléfono nuevo ―ciertamente, ya presupuestado, ya que mi teléfono anterior estaba a punto de morir… que no se vaya a pensar que, por un vato, desfalqué mi cartera―; llegué a casa, para ese entonces, ya se me había hecho tarde y yo seguía en chanclas y sudadera, el dilema de aquel momento era llegar temprano o bañarme, decidí que llegar tarde y sin ducharme era lo más equilibrado.

Nos habíamos quedado de ver en un restaurante de comida oriental ubicado en la colonia Roma; pedí un taxi desde mi casa para no llegar aún más tarde (y más sudada por el caminar y el transporte público), y alcanzar la hora perfecta para un «elegantemente tarde». En el recorrido, las manos me sudaban, el corazón latía rápido y poco faltaba para que me diera un ataque de ansiedad acompañado del mareo por la hiperventilación, pero todo lo iba controlando porque iba preparando el saludo perfecto, qué palabras pronunciar, el momento de las sonrisas, porque, a decir verdad, yo sonrío por todo y de todo ―mis arrugas y patas de gallo lo pueden aseverar― y no quería que él tuviera una primera impresión mía como el de la boba que se ríe por todo. El conductor me había anunciado que habíamos llegado, yo miré a través de la ventana y lo vi, sentado, leyendo lo que parecía ser el menú, él iba con una playera blanca de manga corta que dejaba ver un firme pectoral y unos brazos ejercitados ―mi debilidad―, me dio miedo bajar del taxi y tropezarme en medio de la calle para espectáculo de los comensales, dudé unos momentos si bajar del auto o exhortar al conductor a que me llevara de vuelta a casa; había llovido minutos antes, así que en la ventana del coche podía ver a Liv entre gotitas que hacían su recorrido por el vidrio, eso y su cara tierna fingiendo interés en su lectura cooperaron y me animaron a bajar del carro.

Me envalentoné y dejé de pensar en protocolos y perfecciones, así que abrí la puerta del taxi, agradecí al conductor y bajé con toda la seguridad que me era posible denotar, dejé que mis tacones anunciaran mi arribo y cuando él levantó la mirada, yo sonreí ―callé de un solo cachetadón a la voz interna que me regañaba por sonreír tanto―, Liv se levantó de su asiento y yo lo abracé y le di un beso en la mejilla, al mismo tiempo en que me presentaba; ante mi saludo intempestivo, él no supo bien qué hacer y solo me dedicó una sonrisa y un abrazo a medias. Nos sentamos y, a los cinco minutos, descubrimos que él no hablaba muy bien español y mi inglés era deplorable, así que teníamos justo en frente un problema de comunicación severo.

Llegaron nuestras bebidas y de pronto nos descubríamos callados, mirando hacia los lados, como si de algún costado fuera a llegar un intérprete que aminorara nuestra desastrosa cita; entre los retazos de conversación que lográbamos hilar, le comenté que hablaba italiano y él, un tanto esperanzado, me dijo que sabía rumano y que esos idiomas lograban entenderse, así que el resto de la cita fue en un lenguaje extraño entre inglés, español, rumano e italiano; a partir de ese momento y del tercer o cuarto coctel, la lengua se nos soltó y hablamos de películas animadas, de Historia, de sus abuelos y su huida de Rumania hacia Canadá, de fiestas («petrecere» en rumano), de mis amigos y de los suyos, de una y mil cosas, hasta que decidimos que el restaurante de comida oriental no le hacía justicia a nuestra cita y nos fuimos a caminar de la mano por la ciudad, llegamos a un cabaret semivacío y de enorme pista y espejos con luces neón, y entre risas y a hurtadillas salimos de ahí, luego llegamos a un karaoke donde él cantó una canción de algún grupo de punk rock noventero y vimos cómo un par de grupos de chicos enfiestados casi se pelean por el micrófono y se armaba la campal.

Cuando las luces de la ciudad iban siendo olvidadas por los nocturnos pasos, nuestra cita iba maravillosa, a pesar de que no había iniciado de la mejor manera. Era hora de despedirnos, pero, por supuesto, dado que tenía un celular nuevo, no había bajado la aplicación de transporte privado y él amablemente ofreció llevarme a casa. Pasó el tiempo y me dio uno de los mejores cumpleaños que he tenido en toda mi vida, se marchó para seguir su viaje, sus destinos luego de México, eran Colombia, Brasil y Estados Unidos, seguimos hablando durante mucho tiempo como si fuéramos los eternos enamorados preparatorianos, él volvió a mi país y viajamos a Puerto Vallarta juntos como la pareja perfecta. Luego, nos volvimos a despedir.

El amor que le profeso a mi querido Liv será eterno, pero nuestra cita había concluido.

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